RUBÉN DARÍO:
Una flor destroza con sus tersas manos.
El teclado armónico de su risa fina
A la alegre música de un pájaro iguala,
Con los staccati de una bailarina
Y las locas fugas de una colegiala.
¡Amoroso pájaro que trinos exhala
Bajo el ala a veces ocultando el pico;
Que desdenes rudos lanza bajo el ala,
Bajo el ala aleve del leve abanico!
Cuando a media noche sus notas arranque
Y en arpegios áureos gima Filomela,
Y el ebúrneo cisne, sobre el quieto estanque
Como blanca góndola imprima su estela,
La marquesa alegre llegará al boscaje,
Boscaje que cubre la amable glorieta
Donde han de estrecharla los brazos de un paje,
Que siendo su paje será su poeta.
Al compás de un canto de artista de Italia
Que en la brisa errante la orquesta deslíe,
Junto a los rivales la divina Eulalia,
La divina Eulalia, ríe, ríe, ríe.
¿Fué acaso en el tiempo del rey Luis de Francia,
Sol con corte de astros, en campos de azur,
Cuando los alcázares llenó de fragancia
La regia y pomposa rosa Pompadour?
¿Fué cuando la bella su falda cogía
Con dedos de ninfa, bailando el minué,
Y de los compases el ritmo seguía
Sobre el tacón rojo, lindo y leve el pié?
¿O cuando pastoras de floridos valles
Ornaban con cintas sus albos corderos,
Y oían, divinas Tirsis de Versalles,
Las declaraciones de sus caballeros?
¿Fué en ese buen tiempo de duques pastores,
De amantes princesas y tiernos galanes,
Cuando entre sonrisas y perlas y flores
Iban las casacas de los chambelanes?
¿Fué acaso en el Norte o en el Mediodía?
Yo el tiempo y el día y el país ignoro,
Pero sé que Eulalia rie todavía,
¡Y es cruel y eterna su risa de oro!
1893
Es algo
formidable que vio la vieja raza:
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.
Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.
«¡El Toqui, el Toqui!» clama la conmovida casta.
Anduvo, anduvo, anduvo. La aurora dijo: «Basta»,
e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.
Dichoso el árbol, que es
apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...
VALLE-INCLÁN:
Yo recordaba vagamente el Palacio de Brandeso, donde había estado
de niño con mi madre, y su antiguo jardín, y su laberinto que me asustaba y me
atraía. Al cabo de los años, volvía llamado por aquella niña con quien había
jugado tantas veces en el viejo jardín sin flores. El sol poniente dejaba un
reflejo dorado entre el verde sombrío, casi negro, de los árboles venerables.
Los cedros y los cipreses, que contaban la edad del Palacio. El jardín tenía
una puerta de arco, y labrados en piedra, sobre la cornisa, cuatro escudos con
las armas de cuatro linajes diferentes. ¡Los linajes del fundador, noble por
todos sus abuelos! A la vista del Palacio, nuestras mulas fatigadas, trotaron alegremente
hasta detenerse en la puerta llamando con el casco. Un aldeano vestido de
estameña que esperaba en el umbral, vino presuroso a tenerme el estribo. Salté
a tierra, entregándole las riendas de mi mula. Con el alma cubierta de
recuerdos, penetré bajo la oscura avenida de castaños cubierta de hojas secas.
En el fondo distinguí el Palacio con todas las ventanas cerradas y los
cristales iluminados por el sol. De pronto vi una sombra blanca pasar por detrás
de las vidrieras, la vi detenerse y llevarse las dos manos a la frente. Después
la ventana del centro se abría con lentitud y la sombra blanca me saludaba agitando
sus brazos de fantasma. Fue un momento no más. Las ramas de los castaños se
cruzaban y dejé de verla. Cuando salí de la avenida alcé los ojos nuevamente
hacia el Palacio. Estaban cerradas todas las ventanas: ¡Aquella del centro también!
Con el corazón palpitante penetré en el gran zaguán oscuro y silencioso. Mis
pasos resonaron sobre las anchas losas. Sentados en escaños de roble, lustrosos
por la usanza, esperaban los pagadores de un foral. En el fondo se distinguían los
viejos arcones del trigo con la tapa alzada. Al verme entrar los colonos se
levantaron ,murmurando con respeto:
—¡Santas y buenas tardes!
Y volvieron a sentarse lentamente, quedando en la sombra del
muro que casi los envolvía. Subí presuroso la señorial escalera de anchos
peldaños y balaustral de granito toscamente labrado. Antes de llegar a lo alto,
la puerta abrióse en silencio, y asomó una criada vieja, que había sido niñera
de Concha. Traía un velón en la mano, y bajó a recibirme:
—¡Páguele Dios el haber venido! Ahora verá a la señorita.
¡Cuánto tiempo la pobre suspirando por vuecencia!... No quería escribirle. Pensaba
que ya la tendría olvidada. Yo he sido quien la convenció deque no. ¿Verdad que
no, Señor mi Marqués? Yo apenas pude murmurar:
—No. ¿Pero, dónde está?
—Lleva toda la tarde echada. Quiso esperarle vestida. Es
como los niños. Ya el señor lo sabe. Con la impaciencia temblaba hasta batir
los dientes, y tuvo que echarse.
—¿Tan enferma está?
A la vieja se le llenaron los ojos de lágrimas:
—¡Muy enferma, señor! No se la conoce.Yo recordaba vagamente el Palacio de
Brandeso, donde habíaestado de niño con mi madre, y su antiguo jardín, y su
laberinto queme asustaba y me atraía. Al cabo de los años, volvía llamado
poraquella niña con quien había jugado tantas veces en el viejo jardín
sinflores. El sol poniente dejaba un reflejo dorado entre el verde sombrío,casi
negro, de los árboles venerables. Los cedros y los cipreses, quecontaban la
edad del Palacio. El jardín tenía una puerta de arco, ylabrados en piedra,
sobre la cornisa, cuatro escudos con las armas decuatro linajes diferentes.
¡Los linajes del fundador, noble por todossus abuelos! A la vista del Palacio,
nuestras mulas fatigadas, trotaronalegremente hasta detenerse en la puerta
llamando con el casco. Unaldeano vestido de estameña que esperaba en el umbral,
vinopresuroso a tenerme el estribo. Salté a tierra, entregándole lasriendas de
mi mula. Con el alma cubierta de recuerdos, penetré bajola oscura avenida de
castaños cubierta de hojas secas. En el fondodistinguí el Palacio con todas las
ventanas cerradas y los cristalesiluminados por el sol. De pronto vi una sombra
blanca pasar pordetrás de las vidrieras, la vi detenerse y llevarse las dos
manos a lafrente. Después la ventana del centro se abría con lentitud y
lasombra blanca me saludaba agitando sus brazos de fantasma. Fué unmomento no
más. Las ramas de los castaños se cruzaban y dejé deverla. Cuando salí de la
avenida alcé los ojos nuevamente hacia elPalacio. Estaban cerradas todas las ventanas:
¡Aquella del centrotambién! Con el corazón palpitante penetré en el gran zaguán
oscuroy silencioso. Mis pasos resonaron sobre las anchas losas. Sentados
enescaños de roble, lustrosos por la usanza, esperaban los pagadoresde un
foral. En el fondo se distinguían los viejos arcones del trigo conla tapa
alzada. Al verme entrar los colonos se levantaron,murmurando con
respeto:—¡Santas y buenas tardes! Y volvieron a sentarse lentamente,
quedando en la sombra delmuro que casi los envolvía. Subí presuroso la señorial
escalera deanchos peldaños y balaustral de granito toscamente labrado. Antesde
llegar a lo alto, la puerta abrióse en silencio, y asomó una criadavieja, que
había sido niñera de Concha. Traía un velón en la mano, ybajó a recibirme:10
(Sonata de Otoño)
ESCENA DUODÉCIMA
Rinconada en costanilla y una iglesia barroca por fondo.
Sobre las campanas negras, la luna clara.DON LATINO y MAX ESTRELLA filosofan sentados
en el quicio de una puerta. A lo largo de su coloquio, se torna lívido el
cielo. En el alero de la iglesia pían algunos pájaros. Remotos albores de
amanecida. Ya se han ido los serenos, pero
aún están las puertas cerradas. Despiertan las porteras.
MAX: ¿Debe estar amaneciendo?
DON LATINO: Así es.
MAX: ¡Y que frío!
DON LATINO: Vamos a dar unos pasos.
MAX: Ayúdame, que no puedo levantarme. ¡Estoy aterido!
DON LATINO: ¡Mira que haber empeñado la capa!
MAX: Préstame tu carrik, Latino.
DON LATINO: ¡Max, eres fantástico!
MAX: Ayúdame a ponerme en pie.
DON LATINO: ¡Arriba, carcunda!
MAX: ¡No me tengo!
DON LATINO: ¡Qué tuno eres!
MAX: ¡Idiota!
DON LATINO: ¡La verdad es que tienes una fisonomía algo
rara!
MAX: ¡Don Latino de Hispalis, grotesco personaje, te
inmortalizaré en una novela!
DON LATINO: Una tragedia, Max.
MAX: La tragedia nuestra no es tragedia.
DON LATINO: ¡Pues algo será!
MAX: El Esperpento.
DON LATINO: No tuerzas la boca, Max.
MAX: ¡Me estoy helando!
DON LATINO: Levántate. Vamos a caminar.
MAX: No puedo.
DON LATINO: Deja esa farsa. Vamos a caminar.
MAX: Échame el aliento. ¿Adónde te has ído, Latino?
DON LATINO: Estoy a tu lado.
MAX: Como te has convertido en buey, no podía reconocerte.
Échame el aliento, ilustre buey del pesebre belenita. ¡Muge, Latino! Tú eres el
cabestro, y si muges vendrá el Buey Apis. Lo torearemos,
DON LATINO: Me estás asustando. Debías dejar esa broma.
MAX: Los ultraístas son unos farsantes. El esperpentismo lo
ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato.
DON LATINO: ¡Estás completamente curda!
MAX: Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos
dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una
estética sistemáticamente deformada.
DON LATINO: ¡Miau! ¡Te estás contagiando! MAX: España es una
deformación grotesca de la civilización europea.
DON LATINO: ¡Pudiera! Yo me inhibo.
MAX: Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son
absurdas.
DON LATINO: Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los
espejos de la calle del Gato.
MAX: Y a mí. La deformación deja de serlo cuando está sujeta
a una matemática perfecta, Mi estética actual es transformar con matemática de espejo
cóncavo las formas clásicas.
DON LATINO: ¿Y dónde está el espejo?
MAX: En el fondo del vaso.
DON LATINO: ¡Eres genial! ¡Me quito el cráneo!
MAX: Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que
nos deforma las caras y toda la vida miserable de España.
DON LATINO: Nos mudaremos al callejón del Gato.
MAX: Vamos a ver qué palacio está desalquilado. Arrímame a
la pared. ¡Sacúdeme!
DON LATINO: No tuerzas la boca.
MAX: Es nervioso. ¡Ni me entero!
DON LATINO: ¡Te traes una guasa!
MAX: Préstame tu carrik.
DON LATINO: ¡Mira cómo me he quedado de un aire!
MAX: No me siento las manos y me duelen las uñas. ¡Estoy muy
malo!
(Luces de Bohemia)
ANTONIO MACHADO:
Las
ascuas de un crepúsculo morado
detrás del negro cipresal humean...
En la glorieta en sombra está la fuente...
con su alado y desnudo Amor de piedra,
que sueña mudo. En la marmórea taza
reposa el agua muerta.
(Soledades)
Este hombre del casino provinciano
que vio a Carancha recibir un día,
tiene mustia la tez, el pelo cano,
ojos velados por melancolía;
bajo el bigote gris, labios de hastío,
y una triste expresión, que no es tristeza,
sino algo más y menos: el vacío
del mundo en la oquedad de su cabeza.
Aún luce de corinto terciopelo
chaqueta y pantalón abotinado,
y un cordobés color de caramelo,
pulido y torneado.
Tres veces heredó; tres ha perdido
al monte su caudal; dos ha enviudado.
Sólo se anima ante el azar prohibido,
sobre el verde tapete reclinado,
o al evocar la tarde de un torero,
la suerte de un tahúr, o si alguien cuenta
la hazaña de un gallardo bandolero,
o la proeza de un matón, sangrienta.
Bosteza de política banales
dicterios al gobierno reaccionario,
y augura que vendrán los liberales,
cual torna la cigüeña al campanario.
Un poco labrador, del cielo aguarda
y al cielo teme; alguna vez suspira,
pensando en su olivar, y al cielo mira
con ojo inquieto, si la lluvia tarda.
Lo demás, taciturno, hipocondriaco,
prisionero en la Arcadia del presente,
le aburre; sólo el humo del tabaco
simula algunas sombras en su frente.
Este hombre no es de ayer ni es de mañana,
sino de nunca; de la cepa hispana
no es el fruto maduro ni podrido,
es una fruta vana
de aquella España que pasó y no ha sido,
esa que hoy tiene la cabeza cana.
(Campos de Castilla)
UNAMUNO:
Aquella
tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de
suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas
propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se
agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de
todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que,
aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así
como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin
haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a
Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me
anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi
despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo
que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente
a mí.
Empezó
hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando
conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida
empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase
aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se
lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más
secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser
increííble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que
hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
––¡Parece
mentira! ––repetía––, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería... No sé si
estoy despierto o soñando...
––Ni despierto
ni soñando ––le contesté.
––No me lo
explico... no me lo explico ––añadió––; mas puesto que usted parece saber sobre
mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...
––Sí ––le
dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono autoritario––, tú, abrumado por tus
desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo,
movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a
consultármelo.
El pobre hombre
temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó
levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
––¡No, no te
muevas! ––le ordené.
––Es que... es
que... ––balbuceó.
––Es que tú no
puedes suicidarte, aunque lo quieras.
––¿Cómo?
––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
––Sí. Para que
uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le pregunté.
––Que tenga
valor para hacerlo ––me contestó.
––No ––le
dije––, ¡que esté vivo!
––¡Desde luego!
––¡Y tú no
estás vivo!
––¿Cómo que no
estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse clara cuenta de lo que
hacía, a palparse a sí mismo.
––¡No, hombre,
no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y
ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
––¡Acabe usted
de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! ––me suplicó
consternado––, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde,
que temo volverme loco.
––Pues bien; la
verdad es, querido Augusto ––le dije con la más dulce de mis voces––, que no
puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto,
porque no existes...
––¿Cómo que no
existo? ––––exclamó.
––No, no
existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un
producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato
que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un
personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu
secreto.
––Mire usted
bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente
todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
––Y ¿qué es lo
contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
––No sea, mi
querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que
no existe en realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que usted no pase de ser un
pretexto para que mi historia llegue al mundo...
––¡Eso más
faltaba! ––exclamé algo molesto.
––No se exalte
usted así, señor de Unamuno ––me replicó––, tenga calma. Usted ha manifestado
dudas sobre mi existencia...
––Dudas no ––le
interrumpí––; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción
novelesca.
––Y vamos a
ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?
––Pues opino
que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni
puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da la real gana de
que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!
––¡Bueno,
basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñetazo en la camilla–– ¡cállate!, ¡no
quiero oír más impertinencias...! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes
harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te
suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
––¿Cómo?
––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme
morir, a matarme?
––¡Sí, voy a
hacer que mueras!
––¡Ah, eso
nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.
––¡Ah! ––le
dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Conque estabas dispuesto a matarte y no
quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te
la quite yo?
––Se comprende
––observó Augusto––; la cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y
ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son
homicidas frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar a
otros...
––¡Ah, ya, te
entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si tuvieses valor para
matar a Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo,
¿eh?
––¡Mire usted,
precisamente a esos... no!
––¿A quién,
pues?
––¡A usted! ––y
me miró a los ojos.
––¿Cómo?
––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación
matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
––Mire usted,
don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera... Mire que
usted no será usted... que se morirá.
Cayó a mis pies
de hinojos, suplicante y exclamando:
––¡Don Miguel,
por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
––¡No puede
ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y levantándole––, no puede
ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer
ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me
olvida que pasó por tu mente la idea de matarme...
––Pero si yo,
don Miguel...
––No importa;
sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por
matarme tú.
––Pero ¿no
quedamos en que...?
––No puede ser,
Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme
atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida...
––Pero... por
Dios...
––No hay pero
ni Dios que valgan. ¡Vete!
––¿Conque no,
eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la
niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme:
¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi
señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá
a la nada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se
morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi
historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo
mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez,
ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi
creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que
Augusto Pérez, que su víctima...
––¿Víctima?
––exclamé.
––¡Víctima,
sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea
y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán
todos los que me piensen! ¡A morir, pues!
Este supremo
esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al
pobre Augusto.
Y le empujé a
la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su
propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.
(Niebla)
AZORÍN:
El dedo índice pasa con cuidado sobre la piel. La
pulpa de la yema es suave; brilla la uña combada y esmaltada de rosa.
Lentamente el índice, erguido, recto, va pasando y volviendo a pasar por el
ángulo de los ojos. Llamea en la estancia, sobre la cama, la colgadura de
damasco escarlata con estofa de ramos y amplia caída. Doblado, recio, cae en
pliegues majestuosos el damasco desde lo alto hasta la alfombra mullida del
suelo. La fina mano de uñas brillantes palpa la faz con suavidad. Llenan el
ambiente penetrantes perfumes de pomos y pastillas. Cerrado el balcón, cerrada
la puerta, el aire de la cámara, en esta noche de primavera, es cálido y denso.
La paz profunda, en lo hermético de la estancia, no ha de ser turbada. La luz
suave parece líquida; se derrama por el damasco y gotea en los vidrios y
porcelanas de botes y redomas. Y en la dulce vaguedad, en la claror pálida,
rota débilmente por los destellos de la porcelana y el cristal, resaltan los
damascos rojos y los matices trigueños de la tibia carne femenina. Los encajes,
sobre la carne morena, son como blanca espuma. De los ojos, la mano ha bajado
hasta la boca. El pulgar y el índice, después de repasar éste por la comisura
de los labios, han cogido la piel del cuello, debajo de la barbilla, y la tiran
suavemente para ensayar su tersura. Se extiende el seno, casi descubierto, en
una firme comba. La henchida voluta desciende armoniosa y acaba por esconderse
entre la nítida fronda de las randas. Silencio profundo en estas horas de
medianoche. La línea firme de una pierna, ceñida por seda brillante, se marca
bajo el amplio y translúcido tejido blanco. La mano delicada ha tornado a
repasar por la cara y ha caído luego con desaliento sobre el muslo. La imagen
es reflejada por ancho espejo. Ya en la armonía de los dos colores –el rojo y
el moreno– se ha introducido un nuevo matiz: el del oro. De un escritorio ha
sido sacado un cestito con onzas. La mano fina ha metido los dedos entre el
oro; ha levantado en el aire un puñado de monedas; ha dejado caer las onzas en
el cesto. Y luego, tras una pausa, en el silencio roto por el son agudo del
precioso metal, estos dedos de uñas brillantes cogían nerviosamente las monedas
y las apretaban, las oprimían, las refregaban unas contra otras con saña. El
oro no puede nada contra el tiempo.
(Doña Inés)
BAROJA:
Estaban asfaltando un trozo de la
Puerta del Sol; diez o doce hornillos, puestos en hilera, vomitaban por sus
chimeneas un humo espeso y acre. Todavía las luces blancas de los arcos
voltaicos no había iluminado la
plaza; las siluetas de unos cuantos
hombres que removían la masa de asfalto en las calderas con largos palos, se
agitaban diabólicamente ante las bocas inflamadas de los hornillos.
Manuel se acercó a una de las
calderas y oyó que le llamaban. Era el Bizco; se hallaba sentado sobre unos
adoquines.
-¿Qué hacéis aquí? -le preguntó
Manuel.
-Nos han derribado las cuevas de la
Montaña -dijo el Bizco-, y hace frío. Y tú, ¿qué? ¿Has dejado la casa?
-Sí.
-Anda, siéntate.
Alrededor de las calderas del asfalto
se habían amontonado grupos de hombres y de chiquillos astrosos; dormían
algunos con la cabeza apoyada en el hornillo, como si fueran a embestir contra
él. Los chicos
hablaban y gritaban, y se reían de
los espectadores que se acercaban con curiosidad a mirarles.
Poco después el grupo de curiosos se
había dispersado; no quedaban más que un municipal y un señor viejo, que
hablaba de los golfos en tono de lástima.
El señor se lamentaba del abandono en
que se les dejaba a los chicos, y decía que en otros países se creaban escuelas
y asilos y mil cosas. El municipal movía la cabeza en señal de duda. Al último
resumió la conversación, diciendo con tono tranquilo de gallego.
-Créame usted a mí: éstos ya no son
buenos.
Manuel, al oír aquello, se
estremeció; se levantó del suelo en donde estaba, salió de la Puerta del Sol y
se puso a andar sin dirección ni rumbo.
«¡Éstos ya no son buenos!» La frase
le había producido impresión profunda. ¿Por qué no era bueno él? ¿Por que?
Examinó su vida. Él no era malo, no había hecho daño a nadie. Odiaba al
Carnicerín porque le
arrebataba su dicha, le
imposibilitaba vivir en el rincón donde únicamente encontró algún cariño y
alguna protección. Después, contradiciéndose, pensó que quizá era malo y, en
ese caso, no tenía más remedio que corregirse y hacerse mejor.
La noche le pareció interminable: dio
vueltas y más vueltas; apagaron la luz eléctrica, los tranvías cesaron de
pasar, la plaza quedó a oscuras. Entre la calle de la Montera y la de Alcalá
iban y venían delante de un
café, con las ventanas iluminadas,
mujeres de trajes claros y pañuelos de crespón, cantando, parando a los
noctámbulos: unos cuantos chulos, agazapados tras de los faroles, las vigilaban
y charlaban con ellas,
dándoles órdenes...
Luego fueron desfilando busconas,
chulos y celestinas. Todo el Madrid parásito, holgazán, alegre, abandonaba en
aquellas horas las tabernas, los garitos, las casas de juego, las madrigueras y
los refugios del vicio, y por en medio de la miseria que palpitaba en las
calles, pasaban los trasnochadores con el cigarro encendido, hablando, riendo,
bromeando con las busconas, indiferentes a las agonías de tanto miserable
desharrapado, sin pan y sin techo,
que se refugiaba temblando de frío en los quicios de las puertas.
Quedaban algunas viejas busconas en
las esquinas, envueltas en el mantón, fumando...
Tardó mucho en aclarar el cielo; aun
de noche se armaron puestos de café; los cocheros y los golfos se acercaron a
tomar su vaso o su copa. Se apagaron los faroles de gas. Danzaban las
claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado
vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos
se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos.
Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se
deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a
pasar obreros... El Madrid trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena
diaria. Aquella transición del bullicio febril de la noche a la actividad
serena y tranquila de la mañana hizo pensar a Manuel largamente. Comprendía que
eran las de los noctámbulos y las de los trabajadores
vidas paralelas que no llegaban ni un
momento a encontrarse. Para los unos, el placer, el vicio, y la noche; para los
otros, el trabajo, la fatiga, el sol. Y pensaba también que él debía de ser de
éstos, de los que trabajan
al sol, no de los que buscan el
placer en la sombra.
(La Busca)