miércoles, 28 de octubre de 2009

Vidas ejemplares



ANA RODRÍGUEZ FISCHER 24/10/2009

Eduardo Mendoza vuelve a la burguesía catalana, describe la infamia de ricos y pobres y parodia la "sabiduría" literaria en su nuevo libro: una nouvelle y dos relatos largos. Sus personajes se entregan con devoción a "una lucha agónica entre lo humano y lo divino"
Tras la sorpresa de El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008), Eduardo Mendoza nos entrega ahora Tres vidas de santos, libro que contiene una nouvelle -'La ballena'- y dos relatos largos -'El final de Dubslav' y 'El malentendido'-, que tienen en común presentar a unos personajes que encarnan un singular modo de santidad ajeno al admitido por la hagiografía, pues no pertenecen a ninguna de las dos categorías canónicas -santos ejemplares o santos influyentes-, aunque sí comparten con éstos su entrega a "una lucha agónica entre lo humano y lo divino", según anticipa el autor en un breve y sugestivo prólogo, donde apunta la raíz de tan peculiar santidad: "La mayoría de estos santos que no lo son parten de una idea equivocada, de un trauma psicológico. La devoción con que se entregan a esta desviación de un modo excluyente y su disposición a renunciar a todo es lo que los asemeja a los santos".
'La ballena' nos instala en un escenario por el que Mendoza se mueve con agilidad y pericia: el de una familia de la burguesía catalana que se dispone a acoger en su casa a uno de los obispos que acudirán al Congreso Eucarístico que se celebrará en Barcelona en mayo de 1952 y que en señal de bienvenida ofrece una pequeña recepción familiar, con lo cual conocemos las varias y desiguales ramas del tronco. Un hecho repentino y catastrófico impedirá al obispo regresar a su pequeño país de Centroamérica y aquí empieza un serio problema cuya progresión descompone por completo la mascarada de uno y otros, alcanzando lo absurdo y lo grotesco. El narrador testigo, por entonces sólo un niño, al contar esta dilatada y rocambolesca peripecia narra también una historia de formación y aprendizaje en medio de aquel clan familiar en el que casi todos los personajes -y no sólo el descalabrado obispo- participan de una condición que metafóricamente encarna la ballena moribunda que un día aparece en las aguas del puerto de Barcelona: "Fuera de su elemento, queda expuesta al escarnio público por un puñado de plata".
'El final de Dubslav' nos traslada a un poblado africano, "un lugar devastado, arruinado y desierto", habitado con apatía por unas gentes "ignorantes del pasado, desinteresadas por el presente y sin esperar nada del futuro". Allí, en ese espacio que actúa como una fuerza verdaderamente ingobernable, ni los nativos ni los occidentales tienen posibilidad de redención, obligados a fingirse infames para sobrevivir en un mundo verdaderamente infame, "donde la infamia de cada uno equilibra la de los demás". Hasta ese lugar viaja, a impulsos de una alucinación, el joven hijo de una prestigiosa científica, madre soltera cuya carrera la forjó contra todos y también contra él, dejando su educación y cuidado a cargo de otros. Cuando éste, llegado directamente de África para recoger en Bruselas el galardón concedido a su recién fallecida madre, en su discurso hablará desde el absurdo que ha ido perfeccionando a lo largo de su vida: hablará de la riqueza y de la pobreza, mucho más embrutecedora por irredimible; de la ansiedad del éxito y del perverso ideal de la sabiduría, tan irracional como el de la riqueza y aún más ilusorio; y proclamará el valor de "una ignorancia consentida, benigna y disciplinada", en la creencia de que de nada sirve violentar las causas de lo incomprensible, de que sólo cabe aspirar a "vivir y morir sin preguntar ni preguntarse las causas de lo uno ni de lo otro".
'El malentendido' es una deliciosa parodia de la "sabiduría" literaria, una estupenda lección que Poca Chicha -un recluso que en la cárcel asiste a un cursillo de análisis y creación literaria sin haberse leído antes ni siquiera una columna del As- imparte, en primera instancia, a su abnegada y bienintencionada profesora, la señorita Fornillos; luego, ya convertido en escritor de éxito, la lección rebota sobre los críticos que lo jalean y entronizan y canonizan; y, en última instancia, sobre los lectores del relato. Porque, sí, El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, "está de puta madre"; y Henry James "es un tío legal"; y el Julio Cortázar de Rayuela -¡ay, ay, ay!- "es ingenioso pero no me convence", porque esa novela "es una fanfarronada". ¿O no? Ya en el cenit de su carrera, le escribirá una carta a su ex profesora, revelándole lo que nunca había contado a nadie: "De repente, en un solo instante, sin saber nada de nada, entendí exactamente lo que era la literatura. No lo que usted decía, no un vehículo para contar historias, para expresar sentimientos o para transmitir emociones, sino una forma. Forma y nada más". Siguen otras breves reflexiones, y una última lección que lo tambalea todo.
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