martes, 4 de febrero de 2014

COMENTARIO DE TEXTO UNAMUNO

Aquí os dejo el texto que debéis comentar. Lo corregiremos mañana


DEL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA

                   Miguel de Unamuno

 

«¡Seréis como dioses!», cuenta el Génesis (111, 5) que dijo la serpiente a la
primera pareja de enamorados. «Si en esta vida tan sólo hemos de esperar en
Cristo, somos los más lastimosos de los hombres», escribía el Apóstol (1 Cor.,
XV, 19), y toda religión arranca históricamente del culto a los muertos, es decir,
a la inmortalidad.

Escribía el trágico judío portugués de Amsterdam [Spinoza] que el hombre libre en nada
piensa menos que en la muerte; pero ese hombre libre es un hombre muerto
libre del resorte de la vida, falto de amor, esclavo de su libertad. Ese
pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después,
es el latir mismo de mi conciencia. Contemplando el sereno campo verde o
contemplando unos ojos claros, a que se asome un alma hermana de la mía, se
me hinche la conciencia, siento la diástole del alma y me empapo de vida
ambiente, y creo en mi porvenir; pero al punto la voz del misterio me susurra
¡dejarás de ser!, me roza con el ala el Ángel de la muerte, y la sístole del alma
me inunda las entrañas espirituales en sangre de divinidad.

Como Pascal, no comprendo al que asegura no dársele un ardite de este
asunto, y ese abandono en cosa «en que se trata de ellos mismos, de su
eternidad, de su todo, me irrita mas que me enternece, me asombra y me
espanta», y el que así siente «es para mí», como para Pascal, cuyas son las
palabras señaladas, «un monstruo».

Mil veces y en mil tonos se ha dicho cómo es el culto a los muertos
antepasados lo que enceta, por lo común, las religiones primitivas, y cabe en
rigor decir que lo que más al hombre destaca de los demás animales es lo de
que guarde, de una manera o de otra, sus muertos sin entregarlos al descuido
de su madre la tierra todoparidora; es un animal guardamuertos. ¿Y de qué los
guarda así? ¿De qué los ampara el pobre? La pobre conciencia huye de su
propia aniquilación, y así que un espíritu animal desplacentándose del mundo,
se ve frente a este y como distinto de él se conoce, ha de querer tener otra vida
que no la del mundo mismo. Y así la tierra correría riesgo de convertirse en un
vasto cementerio, antes que los muertos mismos se remueran.

Cuando no se hacían para los vivos más que chozas de tierra o cabañas de
paja que la intemperie ha destruido, elevábanse túmulos para los muertos, y
antes se empleó la piedra para las sepulturas que no para las habitaciones. Han
vencido a los siglos por su fortaleza las casas de los muertos, no las de los
vivos; no las moradas de paso, sino las de queda.

Este culto, no a la muerte, sino a la inmortalidad, inicia y conserva las
religiones. En el delirio de la destrucción, Robespierre hace declarar a la
Convención la existencia del Ser Supremo y «el principio consolador de la inmortalidad
del alma», y es que el Incorruptible se aterraba ante la idea de tener que
corromperse un día.



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