DEL SENTIMIENTO TRÁGICO DE
LA VIDA
Miguel de
Unamuno
«¡Seréis
como dioses!», cuenta el Génesis (111, 5) que dijo la serpiente a la
primera
pareja de enamorados. «Si en esta vida tan sólo hemos de esperar en
Cristo,
somos los más lastimosos de los hombres», escribía el Apóstol (1 Cor.,XV, 19), y toda religión arranca históricamente del culto a los muertos, es decir,
a la inmortalidad.
Escribía
el trágico judío portugués de Amsterdam [Spinoza] que el hombre libre en nada
piensa
menos que en la muerte; pero ese hombre libre es un hombre muertolibre del resorte de la vida, falto de amor, esclavo de su libertad. Ese
pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después,
es el latir mismo de mi conciencia. Contemplando el sereno campo verde o
contemplando unos ojos claros, a que se asome un alma hermana de la mía, se
me hinche la conciencia, siento la diástole del alma y me empapo de vida
ambiente, y creo en mi porvenir; pero al punto la voz del misterio me susurra
¡dejarás de ser!, me roza con el ala el Ángel de la muerte, y la sístole del alma
me inunda las entrañas espirituales en sangre de divinidad.
Como Pascal, no comprendo al que asegura no dársele un ardite de este
asunto, y ese abandono en cosa «en que se trata de ellos mismos, de su
eternidad, de su todo, me irrita mas que me enternece, me asombra y me
espanta», y el que así siente «es para mí», como para Pascal, cuyas son las
palabras señaladas, «un monstruo».
Mil
veces y en mil tonos se ha dicho cómo es el culto a los muertos
antepasados
lo que enceta, por lo común, las religiones primitivas, y cabe enrigor decir que lo que más al hombre destaca de los demás animales es lo de
que guarde, de una manera o de otra, sus muertos sin entregarlos al descuido
de su madre la tierra todoparidora; es un animal guardamuertos. ¿Y de qué los
guarda así? ¿De qué los ampara el pobre? La pobre conciencia huye de su
propia aniquilación, y así que un espíritu animal desplacentándose del mundo,
se ve frente a este y como distinto de él se conoce, ha de querer tener otra vida
que no la del mundo mismo. Y así la tierra correría riesgo de convertirse en un
vasto cementerio, antes que los muertos mismos se remueran.
Cuando
no se hacían para los vivos más que chozas de tierra o cabañas de
paja
que la intemperie ha destruido, elevábanse túmulos para los muertos, yantes se empleó la piedra para las sepulturas que no para las habitaciones. Han
vencido a los siglos por su fortaleza las casas de los muertos, no las de los
vivos; no las moradas de paso, sino las de queda.
Este
culto, no a la muerte, sino a la inmortalidad, inicia y conserva las
religiones.
En el delirio de la destrucción, Robespierre hace declarar a laConvención la existencia del Ser Supremo y «el principio consolador de la inmortalidad
del alma», y es que el Incorruptible se aterraba ante la idea de tener que
corromperse un día.
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