1. Resumen
2. Tema
3. Clase de texto.
4. Características
Bécquer: “LOS OJOS VERDES (fragmento)”:
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una
peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de
las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas se alejan por entre
las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su
camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces
con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un
rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he
oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril sobre el peñasco, a
cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una
balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
El día en que salté sobre
ella con mi Relámpago, creí haber visto
brillar en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una
de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen
esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada
que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una
persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad;
la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré
sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y
flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos
eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las
pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí; porque los
ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de
un color imposible; unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de
un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir,
y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al
prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu,
trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color.
Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de
los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el
delito de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las
lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor
que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de
mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan
atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de
esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los
párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con
acento sombrío: -¡Cúmplase la voluntad del cielo!
LARRA: “Vuelva usted mañana(fragmento)"
[...]
-Mirad
-le dije-, monsieur Sans-délai -que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar
quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
-Ciertamente -me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la
mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde
revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En
cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos
que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de
justicia innegable (pues sólo en este caso haré
valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En
cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día
ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o
desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo
que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la
diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún
me sobran de los quince cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai traté de reprimir una carcajada
que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró
sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a
mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos
me sacaban al rostro mal de mi grado.
-Permitidme, monsieur Sans-délai -le dije entre socarrón y formal-,
permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de
estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han
adquirido la costumbre de hablar mal siempre de su país por hacerse superiores
a sus compatriotas.
-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis
podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse
convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no
tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un
genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de
conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el
buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que
necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo
definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días.
Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días; fuimos.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y
«Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana,
porque no está en limpio».
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una
noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía.
Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado
ya de dar jamás con sus abuelos.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y
empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por
los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en
mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero
diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba
momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias,
sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay
en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que
le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su
tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para
plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a
variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de
casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban
cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
[...]
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